EL RELOJ
Todas las mañanas, al pasar por la Place de France alzaba la vista hacia la torre del reloj que sobresalía entre los tejados como un lejano faro que proyectaba su haz de tiempo sobre la ciudad que comenzaba a desperezarse. Con un gesto instintivo, sacaba del bolsillo del pantalón su reloj de alpaca, movía las manecillas hasta hacerlas coincidir con aquellas que se divisaban a lo lejos y con un suave movimiento mil veces reiterado, hacia girar repetidamente la corona entre sus dedos. Aquel pequeño reloj con su sencilla cadena de alpaca era seguramente el único lujo que Luis Verdú se permitió en su vida. Lo había comprado en la feria tres años atrás a un feriante de Albacete que vendía además navajas, colchas de fantasía y alhajas de oro y plata. Le llamó la atención su pequeño tamaño y la belleza de los dígitos que indicaban las horas. De un trazo cursivo como la letra de los notarios, Daban a la esfera un aire inglés o como pensaba debían ser los relojes ingleses. Le daba cuerda todas las mañanas y un relojero de Monóvar al que visitó una vez que fue a comprar materiales a ese pueblo, le grabó en la tapa trasera una frase que había visto en el reloj de pared que don Matías, el medico tenía en el salón de su casa “Tempus Fugit” y la fecha del día que lo compró.
Hacía tan solo seis años que los franceses habían ocupado la ciudad y apenas tres desde que el capitán Dessigny, ingeniero del ejercito construyera aquella torre que indicaba la hora de París en aquel remoto territorio, pero ya la ciudad había convertido en un hábito la idea de regirse por un tiempo establecido a miles de kilómetros y aquella esbelta torre marcaba el ritmo de la vida y los quehaceres cotidianos de unas gentes que desde que tenían memoria se guiaban por las salidas y puestas del sol y los cambios de las estaciones. Con el paso del tiempo la blanca esfera marcaría el ritmo de una ciudad que de un humilde poblado de pescadores llegaría a convertirse en una de las metrópolis más cosmopolitas del mundo occidental. Aunque en esos días, cuando Luis Verdú daba cuerda a su modesto “Verlain, sistem Orloff” de alpaca plateada que marcaba la hora que en ese mismo instante, a un continente de distancia, señalaba una precisa maquinaria encerrada en una vitrina de la oficina de pesos y medidas de París, esto no pasaba de ser una promesa que empezaba a trazarse sobre el desértico llano de Chaouia con blancas líneas de cal que, sobre la árida tierra, dibujaban como en un gigantesco plano lo que acabaría siendo la hermosa ciudad de Casablanca.
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