miércoles, noviembre 14, 2007


EL ECO V Y FINAL
La noche cayó negra y llena de malos presagios. No había luna y las estrellas quedaban ocultas por un manto espeso de nubes que amenazaban tormenta. Las calles del pueblo eran un oscuro dédalo de pasadizos apenas iluminados en las vías principales por la docena escasa de bombillas que alumbraban el centro durante unas pocas horas y parpadeaban pendiendo de un cable. La puerta de la taberna de Sindo se abrió dejando escapar el murmullo que surgía del interior y una tenue luz que por un instante recortó contra las sombras el torvo perfil de un Toníco Cadires abotargado por el alcohol y el humo del local. Caminaba escorado de un costado y trastabillando el paso cada poco, al llegar a la trasera de la iglesia se detuvo y con la cabeza pesadamente apoyada contra el muro, alivió largamente la vejiga. Continuó con paso errático cruzando en silencio la plaza del ayuntamiento y tomando el camino del barrio de las cuevas se detuvo frente al sombrío muñón de la torre aún a medio construir, rodeada de andamios que la atenazaban como un lúgubre esqueleto. Le extrañó ver que la puerta estaba entreabierta y la curiosidad lo llevó a asomarse al interior. Nada se veía, ni un solo atisbo de claridad se colaba en su interior. Comenzaba a retroceder cuando desde lo alto le llegó una tenue y susurrante voz, -¿Quito, et´s tú?- , un relámpago le recorrió la espalda haciéndole perder el equilibrio. No era posible, no podía creer lo que oía. Sabía que Quito era uno de los albañiles que trabajaban en la nueva torre que se estaba construyendo para alojar el reloj público del que el pueblo carecía, pero nunca pudo siquiera imaginar que aquel lugar se hubiera convertido en el nidito donde los dos tórtolos se hacían arrumacos lejos de las miradas inoportunas y mucho menos que la suerte le hubiese deparado aquella oportunidad, que le pusiera en bandeja al objeto de sus mas turbios deseos en medio de la noche y donde nadie sospecharía de él. Bajando la voz para no ser reconocido susurró -si, soc yo, on eres-. La voz murmuró - aquí dalt, putja-. Miró hacia arriba, en la oscuridad distinguió el andamiaje que rodeaba el interior de la torre dejando en el centro un hueco apenas un poco menos negro que el resto. Atrancó la puerta por dentro y avanzó a tientas. Palpando, sus manos tropezaron con una escala de mano que ascendía sujeta a la estructura. Comenzó a subir con el corazón saliéndosele del pecho, empujado por una lujuria que le daba las fuerzas que el vino le restaba. Levantó la cabeza y de pronto distinguió el tenue brillo de una vela, espoleado por aquella visión acelero el paso hasta llegar a la plataforma de donde surgía la luz, miro a su alrededor y allá al fondo, detrás de unas telas de saco un resplandor amarillo recortaba una pequeña silueta acurrucada en el rincón. Avanzó impelido por la visión de aquel ángel que llevaba grabada a fuego en la mente, pero en el mismo instante en que alargaba la mano para descorrer la arpillera que tapaba aquel refugio la silueta se fue agrandando hasta tornarse gigantesca, una mano enorme atenazó la suya y una voz grave dijo sonando como un trueno, -¿saps quí soc?-. Toníco Cadires dio un respingo al ver surgir detrás de aquel lienzo la figura de Quito, retrocedió unos pasos sorprendido y al hacerlo tropezó con unas tablas, se trastabilló y sin dejar de mirar incrédulo aquella visión que tenía ante sus ojos, perdió pié y cayó en silencio los diez metros que le separaban del suelo donde se estrelló con un golpe sordo y un seco crujir que sonó como si alguien hubiera quebrado un puñado de sarmientos.

El sargento llevaba mas de tres horas escuchando de labios de aquel anciano la historia más increíble de las muchas que había escuchado en sus quince años en el cuerpo. Aquel viejecillo que tenía enfrente le relato al fin como enterró aquel cuerpo inerte en una fosa que cavó debajo mismo del primer peldaño de la escalera que se estaba comenzando a levantar, como en medio de la noche había rehecho con ladrillos y yeso la contrahuella del escalón sellando en su interior, esperaba que para siempre, el cadáver de aquel demonio al que posiblemente nadie en el pueblo echaría en falta. Con todo detalle, como si aquello hubiese ocurrido la noche anterior, Quito Cofins fue desgranando los hechos que marcarían su vida desde aquel momento. Como él había buscado la coartada acostándose pronto a dormir en la casa de sus padres escapando luego por un ventanuco que daba a un “carreró”. Como había seguido a Toníco hasta la tasca de Sindo y aguardado a que saliera. Como en el rato que aquel se detuvo a orinar había atajado por el otro lado de la iglesia, abierto la puerta con la llave que se guardaba en un hueco del dintel y preparado todo el engaño y como su presa había caído en la trampa. Recordó también como la guardia civil interrogó a todos aquellos que lo vieron esa noche y luego, a los que lo vieron los días anteriores y en última instancia a aquellos que pudieran aportar algún dato que indicara que había pasado con aquel hombre. Nada, parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Recordó que el tiempo fue diluyendo las pesquisas y el recuerdo del desaparecido y que en cierto modo para mucha gente fue un alivio que aquel individuo se volatilizara como el humo arrastrado por el viento. De igual modo recordó su boda con Carmeta que vivió hasta su muerte ignorante de todo aquello, de los hijos, dos niñas y un chico que ahora vivían sus vidas muy lejos del pueblo, a un océano de distancia. Le contó al sargento como ahora que estaba prácticamente solo en el mundo y que aquello ya no podía dañar a los que amaba se había decidido a librarse de aquella carga que lo vencía como un mal. Antes de poner fin a su confesión arrancó del guardia una última promesa: nada de esto debía de llegar a sus hijos mientras él viviera. La escueta respuesta fue, - no patixques-.

El revuelo que causó el hallazgo dio que hablar en el pueblo durante muchos días. Cuando levantó los ladrillos y la tierra y quedaron al descubierto los huesos del esfumado, al Codino le dio tal ataque de nervios que tuvo que bajar hasta “La Peña” y arrearse tres copas de coñac. El juez procedió al levantamiento del cadáver al tiempo que don José avisado por el primero procedía a dar Cristiano sepelio al alma errabunda de aquel desgraciado. Nadie reclamó los restos, Remedicos había muerto y la hija no quiso saber nada de aquel a quien apenas conocía, así que fueron enterrados en la fosa común bajo una cruz anónima. Quito, por su edad no fue a prisión pero le ingresaron en un asilo de Alicante donde el cartero le estuvo reenviando las cartas que los hijos le mandaban hasta su muerte dos años después. Lo enterraron con Carmeta en un nicho que tenía una preciosa vista del Cabeso. Los golpes tras la inhumación de Tónico, dejaron de oírse, los chiquillos inventaron otros juegos, la gente con el tiempo se fue olvidando de la historia y solo la recordaban en alguna larga velada de brasero y mesa camilla. Yo volví a la capital continuando mi vida normal de niño, de adolescente mas tarde y ahora ya de hombre adulto. Pero en el fondo de mi corazón durante todo este tiempo he guardado un secreto que quizá nadie mas recuerda pero que para mí constituye un orgullo y uno de los mayores tesoros de mi infancia: yo fui la ultima persona que escuchó el eco de la torre.


Espero que les haya gustado.