DE LA TARTANA A LA TIENDA
DE EL PINÓS A ALACANT
Mi abuelo, antes de la guerra era vendedor ambulante. Con una tartana y una mula, vendía por los caseríos cercanos al Pinós, telas, botones, hilos, pasamanería, galones, bordados y todo aquello que muchas mujeres, por su trabajo y la falta de medios de transporte, no podían adquirir en el mercado del pueblo.
Mi abuelo Manuel aunque humilde era un hombre culto. Sabía leer, escribir y hacer cuentas. Tanto era así que lo hicieron bibliotecario de la sociedad cultural recreativa (léase con bar) “La peña”, que disponía entre otras cosas, de una “Espasa Calpe” completa.
Durante la guerra y temiendo que los cuatro vándalos que se decían anarquistas (y no conocían a Bakunin ni de oídas) quemaran los libros, los empaquetó y los escondió en el gallinero de su casa.
Luego (y para evitar ir al frente, pues ya tenía dos hijos) se hizo guardia de asalto y estuvo destinado en varios puntos de Valencia y Castellón.
Al terminar la guerra, alguien del pueblo lo denunció por su ideología socialista y por haber robado los libros de la biblioteca. Fue condenado a seis años de prisión por apoyo a la rebelión (que tiene cojones la cosa) de los que cumplió tres en el reformatorio de adultos de Alicante y uno de destierro en Madrid (mi padre me contaba que andaban en invierno más de tres kilómetros de ida y otros tantos de vuelta para ir a casa de unos familiares a comerse un boniato hervido que era toda su cena).
De vuelta al pueblo, mi abuelo pidió prestada una mula a un amigo y salió con las cuatro cosas que había podido salvar, a ver si conseguía algo para comer. Dinero no había, así que recurriendo al ancestral trueque volvió a casa con seis huevos, un conejo, dos kilos de harina y una longaniza.
Pasado el tiempo, ya empezó a cobrar en dinero pero se dio cuenta que en el pueblo nunca saldrían de pobres, así que decidieron “quemar las naves”, vendieron todo lo que tenían en el pueblo (la casa, el carro, algunas tierras) y se vinieron a la capital. Se instalaron de alquiler en un bajo de la calle Canalejas y después de mucho buscar, mi abuelo alquiló un local en el número 13 de la calle Calderón. Se gastó prácticamente todo lo que le quedaba en montar la tienda y comprar algo de género, pero cuando lo colocó en las estanterías no ocupaba ni la mitad del espacio. Entonces en un arranque de genialidad (posible precursor del futuro marketing) compró unas cajas forradas de papel de colores a las que le añadió unos letreros que rezaban: “botones, carretes, lizas, brocados, ojetes, ballenas, pasamanería, y así pudo, por un módico precio completar el resto de las estanterías.
Pensando en que el trébol era símbolo de buena suerte, bautizó la tienda con el nombre de “Tejidos El Trébol” y con ese nombre ha formado parte de la historia de Alicante durante sesenta años, hasta que en el 2006, mi tía Edita, heredera del negocio, se jubiló y cerró la tienda.
Seguro que muchos lectores de “Alicante Vivo” o sus padres o abuelos fueron clientes de la tienda de mi abuelo.
Aquí os dejo un par de fotos de la tartana y la tienda original.
Mi abuelo Manuel aunque humilde era un hombre culto. Sabía leer, escribir y hacer cuentas. Tanto era así que lo hicieron bibliotecario de la sociedad cultural recreativa (léase con bar) “La peña”, que disponía entre otras cosas, de una “Espasa Calpe” completa.
Durante la guerra y temiendo que los cuatro vándalos que se decían anarquistas (y no conocían a Bakunin ni de oídas) quemaran los libros, los empaquetó y los escondió en el gallinero de su casa.
Luego (y para evitar ir al frente, pues ya tenía dos hijos) se hizo guardia de asalto y estuvo destinado en varios puntos de Valencia y Castellón.
Al terminar la guerra, alguien del pueblo lo denunció por su ideología socialista y por haber robado los libros de la biblioteca. Fue condenado a seis años de prisión por apoyo a la rebelión (que tiene cojones la cosa) de los que cumplió tres en el reformatorio de adultos de Alicante y uno de destierro en Madrid (mi padre me contaba que andaban en invierno más de tres kilómetros de ida y otros tantos de vuelta para ir a casa de unos familiares a comerse un boniato hervido que era toda su cena).
De vuelta al pueblo, mi abuelo pidió prestada una mula a un amigo y salió con las cuatro cosas que había podido salvar, a ver si conseguía algo para comer. Dinero no había, así que recurriendo al ancestral trueque volvió a casa con seis huevos, un conejo, dos kilos de harina y una longaniza.
Pasado el tiempo, ya empezó a cobrar en dinero pero se dio cuenta que en el pueblo nunca saldrían de pobres, así que decidieron “quemar las naves”, vendieron todo lo que tenían en el pueblo (la casa, el carro, algunas tierras) y se vinieron a la capital. Se instalaron de alquiler en un bajo de la calle Canalejas y después de mucho buscar, mi abuelo alquiló un local en el número 13 de la calle Calderón. Se gastó prácticamente todo lo que le quedaba en montar la tienda y comprar algo de género, pero cuando lo colocó en las estanterías no ocupaba ni la mitad del espacio. Entonces en un arranque de genialidad (posible precursor del futuro marketing) compró unas cajas forradas de papel de colores a las que le añadió unos letreros que rezaban: “botones, carretes, lizas, brocados, ojetes, ballenas, pasamanería, y así pudo, por un módico precio completar el resto de las estanterías.
Pensando en que el trébol era símbolo de buena suerte, bautizó la tienda con el nombre de “Tejidos El Trébol” y con ese nombre ha formado parte de la historia de Alicante durante sesenta años, hasta que en el 2006, mi tía Edita, heredera del negocio, se jubiló y cerró la tienda.
Seguro que muchos lectores de “Alicante Vivo” o sus padres o abuelos fueron clientes de la tienda de mi abuelo.
Aquí os dejo un par de fotos de la tartana y la tienda original.
1 Comments:
Qué vidas, son impensables para unos privilegiados como nosotros. Gracias por recoges estas historias, Alvarhillo.
Publicar un comentario
<< Home