EL AFEITADO.
La brocha estaba tan gastada que las puntas se habían
abierto y enmarañado entre si hasta parecer un vellón de lana. Me encantaba
pasar los dedos por su superficie húmeda cuando, después de afeitarse, la
dejaba sobre la balda del lavabo.
Me fascinaba de niño
ver a mi padre afeitarse la barba. El ritual de dejar correr el agua hasta que esta salía caliente. El poner el
tapón y, mientras humedecía la brocha, llenar un poco el lavabo. La pastilla de
jabón desgastada que se afinaba hacia la punta. El tomar el agua con las manos
y mojarse la cara, y, como colofón, el
frotar la brocha contra el jabón y como por arte de magia ver aparecer una
espuma blanca y densa como la nieve.
Después venía el
enjabonado. Con movimientos precisos y circulares, la cara iba cubriéndose de
espuma densa y compacta y luego unos pases rápidos lineales a través de todo el
mentón y la parte superior del labio igualaban la zona como una capa de estuco
recién aplicada. Entonces, con un par de movimientos certeros y ágiles con los
dedos índice y pulgar, repetidos quizá diez mil veces, retiraba la espuma de
las fosas nasales y un último con el meñique limpiaba los labios dejando la
cara lista para la cuchilla.
Depositaba la brocha
sobre el lavabo y tomaba en la mano derecha la maquinilla, que antaño era
metálica y con hojas “La
Sevillana ” para, con el paso de los años, pasar a ser de
plástico desechables marca “Bic” de plástico blanco con una funda amarilla. Eso
si, siempre de una hoja, pues nunca llegó a acostumbrarse a las modernidades de
la doble o triple hoja. Comenzaba con la parte superior del labio, levantando
con el dedo medio la punta de la nariz para acceder a los pelos que le salían
de las fosas nasales y continuaba hacia los lados de la cara llevando la
maquinilla casi hasta el hueso de la clavícula y acabando por el recorte del
bajo de las patillas, enjuagando cada tres o cuatro pasadas la cuchilla en el
lavabo y golpeándola con el borde para sacudir los pelos.
Cuando decidía que el
rasurado había concluido, quitaba el tapón del lavabo y abría el agua fría.
Enjuagaba la brocha y la cuchilla, se enjuagaba la cara a conciencia y, por
último, con la mano, limpiaba los restos de pelo y jabón que habían quedado.
Sacudía con fuerza la brocha, se secaba las manos y la cara y guardaba los
utensilios en el armarito del baño.
Entonces sacaba la
loción, que durante muchos años fue el famoso “Floid, Haugrolizado” un olor que
aún hoy, más de cuarenta años después, reconocería con los ojos cerrados. Era
el olor de las barberías de hombres a las que mi madre me llevaba para que me
cortaran el pelo. Con sus sillones metálicos, su enorme espejo que ocupaba toda
una pared y su radio de baquelita en un estante normalmente con noticias del
parte, novelones y coplas de Juanito Valderrama y Antonio Molina. El mismo olor
que yo llevaría en mis primeros afeitados, antes de cambiar a otros más
modernos como el “Varón Dandy” (de Parera) y subsiguientes.
Ahora que, después de
muchos años usando espumas y geles de todo tipo, he vuelto a la brocha y la
pastilla, cada vez que me rasuro no puedo apartar de mi cabeza ese antiguo
recuerdo y la fascinación que me producía de niño ver a mi padre afeitarse.
1 Comments:
Que bien lo has explicado, tanto que nada más comenzar a leerlo un aroma a jabón,de aquel tiempo, me ha llegado a la nariz...he tenido padre,marido e hijo y la verdad siempre fue un acto que me gustó observar.
Un saludo
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