domingo, marzo 23, 2014

EL AFEITADO.



La brocha estaba tan gastada que las puntas se habían abierto y enmarañado entre si hasta parecer un vellón de lana. Me encantaba pasar los dedos por su superficie húmeda cuando, después de afeitarse, la dejaba sobre la balda del lavabo.
 Me fascinaba de niño ver a mi padre afeitarse la barba. El ritual de dejar correr el agua  hasta que esta salía caliente. El poner el tapón y, mientras humedecía la brocha, llenar un poco el lavabo. La pastilla de jabón desgastada que se afinaba hacia la punta. El tomar el agua con las manos y mojarse la cara,  y, como colofón, el frotar la brocha contra el jabón y como por arte de magia ver aparecer una espuma blanca y densa como la nieve.
 Después venía el enjabonado. Con movimientos precisos y circulares, la cara iba cubriéndose de espuma densa y compacta y luego unos pases rápidos lineales a través de todo el mentón y la parte superior del labio igualaban la zona como una capa de estuco recién aplicada. Entonces, con un par de movimientos certeros y ágiles con los dedos índice y pulgar, repetidos quizá diez mil veces, retiraba la espuma de las fosas nasales y un último con el meñique limpiaba los labios dejando la cara lista para la cuchilla.
 Depositaba la brocha sobre el lavabo y tomaba en la mano derecha la maquinilla, que antaño era metálica y con hojas “La Sevillana” para, con el paso de los años, pasar a ser de plástico desechables marca “Bic” de plástico blanco con una funda amarilla. Eso si, siempre de una hoja, pues nunca llegó a acostumbrarse a las modernidades de la doble o triple hoja. Comenzaba con la parte superior del labio, levantando con el dedo medio la punta de la nariz para acceder a los pelos que le salían de las fosas nasales y continuaba hacia los lados de la cara llevando la maquinilla casi hasta el hueso de la clavícula y acabando por el recorte del bajo de las patillas, enjuagando cada tres o cuatro pasadas la cuchilla en el lavabo y golpeándola con el borde para sacudir los pelos.
 Cuando decidía que el rasurado había concluido, quitaba el tapón del lavabo y abría el agua fría. Enjuagaba la brocha y la cuchilla, se enjuagaba la cara a conciencia y, por último, con la mano, limpiaba los restos de pelo y jabón que habían quedado. Sacudía con fuerza la brocha, se secaba las manos y la cara y guardaba los utensilios en el armarito del baño.
 Entonces sacaba la loción, que durante muchos años fue el famoso “Floid, Haugrolizado” un olor que aún hoy, más de cuarenta años después, reconocería con los ojos cerrados. Era el olor de las barberías de hombres a las que mi madre me llevaba para que me cortaran el pelo. Con sus sillones metálicos, su enorme espejo que ocupaba toda una pared y su radio de baquelita en un estante normalmente con noticias del parte, novelones y coplas de Juanito Valderrama y Antonio Molina. El mismo olor que yo llevaría en mis primeros afeitados, antes de cambiar a otros más modernos como el “Varón Dandy” (de Parera) y subsiguientes.

 Ahora que, después de muchos años usando espumas y geles de todo tipo, he vuelto a la brocha y la pastilla, cada vez que me rasuro no puedo apartar de mi cabeza ese antiguo recuerdo y la fascinación que me producía de niño ver a mi padre afeitarse.

1 Comments:

Blogger Ysupais said...

Que bien lo has explicado, tanto que nada más comenzar a leerlo un aroma a jabón,de aquel tiempo, me ha llegado a la nariz...he tenido padre,marido e hijo y la verdad siempre fue un acto que me gustó observar.
Un saludo

3:34 p. m.  

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