martes, enero 23, 2007



LOS DOMINGOS

Los domingos, sobre todo los largos y calurosos domingos del verano podían ser interminables para un hombre casado lejos de su familia en una tierra extraña, con gentes que hablaban idiomas a veces incomprensibles y con unas costumbres que eran muy distintas a las suyas. En esos días, la quietud de la mañana era entonces rota solo a trechos por el tañido de las campanas de la iglesia de la Magdelein que avisaba a los cristianos- en su gran mayoría funcionarios franceses y trabajadores de la vieja Europa- del comienzo de la misa, o por la llamada del Almuédano desde la lejana mezquita de la Medina convocando a los fieles para la oración. A Luís Verdú le gustaba a veces, en aquellos largos días del estío bajar hasta la vieja Medina y recorrer sus estrechas callejas repletas de gente. Sus sonidos y olores le traían recuerdos de su lejano pueblo y en sus rincones podía adivinar semejanzas que por momentos le hacían pensar que a la vuelta de una esquina podía aparecer de pronto el Bulevar, la Glorieta o cualquier otro lugar de su querida villa. Así, muchos domingos, tras el desayuno que Madame Ancelet servía en el pequeño comedor de la pensión rodeados del canto de los canarios y de viejas láminas con amarillentos paisajes de Auvernia que pendían de las paredes, salía de la casa, bajaba por la rue de saint Paul, giraba por place de france y enfilando la rue de moulins llegaba hasta Bab Marrakech, una de las dos puertas por las que la Medina se abría al mundo exterior. Al poco de haber cruzado el umbral y si cerraba los ojos, podía sentir poco a poco como si hubiera regresado al pueblo. El olor del humo de los hornos, la resina de la leña, el estiércol de los asnos que pasaban en todas direcciones, el lejano aroma del pan haciéndose, de las frutas en los puestos, los higos recién arrancados, de los dátiles y los melones que se agrietaban al calor, el zumbido de la gente y de las moscas, el continuo trasiego de mercaderías o las voces de los vendedores pregonando sus productos hacían que, salvando el idioma le pareciera estar en aquel mismo instante andando por su Pinoso un domingo de mercado.

Le alegraba comprobar que a tantos kilómetros de casa todo fuera tan sumamente parecido, que a pesar de la distancia aquellas gentes hicieran las cosas de igual manera que en su pueblo y usaran los mismos gestos y triquiñuelas para alabar las bondades de sus mercancías y atraer a la posible clientela.

Solía deambular por las callejuelas atestadas de la Medina hasta cerca del mediodía, procurando no salir de las calles principales y acabar en algún estrecho callejón en donde era posible para un europeo, por muy humilde que fuese sufrir un asalto en toda regla y ser, con suerte, tan solo desplumado. A veces se permitía el lujo de gastar unos céntimos en un café y se sentaba en un cafetín minúsculo regentado por un judío sefardí que le llamaba moshu Virdú y le mostraba orgulloso la llave de la casa que sus antepasados habían tenido que abandonar en Toledo cuando fueron expulsados de su lejana y amada España.

Cuando el sol estaba en su cenit y el lejano reloj de dessigny desgranaba sus doce campanadas, Luís Verdú desandaba el camino que lo había acercado aunque fuera en espíritu a las calles de su infancia y dirigía de nuevo sus pasos hacia la place de France y la modesta pensión “L’Augvernese donde como cada Domingo, Madame Ancelet, Sabedora de que a los hombres aunque estos fueran solo huéspedes se les gana por el estomago y deseosa de cuidar su clientela de trabajadores españoles, hacía para comer paella.

PD. Luís Verdú fué mi bisabuelo que trabajo de albañil en Casablanca cuando la ciudad moderna eran tan solo rayas de cal en el suelo.