Un solo vistazo le bastó a Don Dimas, el médico, para verificar la terrible sospecha. Hidrofobia. La temida y mortal rabia anidaba en el cuerpo de aquel perrillo que yacía en el suelo de su consulta después de que Pepe “el sincero” entrara en ella con el rostro desencajado y lo arrojara a sus pies. No había ninguna duda, aun con el precario instrumental del que disponía, la presencia del virus era bien visible. La abundante y blanquecina espuma que bordeaba la boca, la rigidez de los músculos y la inflamación de la glotis que pudo apreciar al abrirlo con un escalpelo hicieron que el anciano doctor se sorprendiera de que aquel animal hubiera llegado con vida hasta esa misma mañana y hubiese sido una piedra arrojada por el pequeño “sincero” después de que el perro le mordiera a el y a su hermana hacía tan solo unas horas la causa de su muerte y no la enfermedad que debía de haberlo fulminado irremediablemente tiempo atrás. Solo había un remedio y este quedaba fuera del alcance de sus manos, aun incluso fuera del alcance de los médicos de la capital. Sabía por haberlo leído una vez en el periódico que solo en la lejana Barcelona existía la remota posibilidad de encontrar la nueva y escasísima vacuna de Pasteur y que de no ser así, tan solo un costosísimo y casi impensable viaje a París, a los propios laboratorios del genio francés podía salvar la vida de aquellos niños. Así se lo dijo a Pepe “el sincero” y así lo comunicó a las autoridades y a la guardia civil para que indagaran por los alrededores si alguna otra persona había sido mordida por aquel perro y trataran de averiguar si habían mas animales infectados por los contornos. Pepe, al oír la noticia sintió como si hubieran puesto ante él los cadáveres yertos de sus dos hijos. Era de todo punto imposible que él con su miseria pudiera siquiera pensar en pagar semejante fortuna. A partir de aquel momento todo su mundo se vino abajo y comenzó a actuar como si ya hubiesen muerto. Sacó del colchón los pocos dineros que había podido ahorrar y con ellos apalabró la entrada de un nicho en el cementerio, habló con don Ismael el párroco para concretar las exequias fúnebres, con las tablas de unas cajas de latas de petróleo que le dio don Enrique en la ferretería construyó con sus propias manos dos pequeños ataúdes y una vez acabados, se sentó en una sillita baja frente a la exigua chimenea con los dos niños sentados en sus rodillas y acunándolos dulcemente comenzó a llorar como nunca nadie en el pueblo había visto llorar a un hombre.
2 Comments:
Espero que haya continuación de esta historia :-)
Salud!
No te preocupes omalaled, aún quedan más partes de la historia :-)
Un saludo.
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