LA ESCOLLERA
LA ESCOLLERA.
El aire era
helado y olía a sal, a yodo y a algas en descomposición. Las salpicaduras que
le rociaban el rostro a cada embate de las olas contra los bloques de la
escollera eran como una ducha fría que le erizaba el vello de la nuca. Su mano
asía el metal herrumbroso y repintado de la estructura del faro, que notaba
pegajoso de las capas de humedad salina que lo recubrían y el fuerte viento le
arremolinaba el pelo y la ropa, cada vez más húmeda y pringosa.
Unos minutos antes había vomitado hasta el
agotamiento el aperitivo y la cerveza. La comida y el vino con que la había
acompañado. La tarta y la media copa de cava que se había visto obligado a
ingerir (siempre había odiado el cava) El carajillo de ron Negrita, los siete
whiskys con hielo que se había calzado y hasta el humo del Puro con el nombre
de los novios impreso en la vitola que se había fumado a medias.
“La punta de la farola siempre es un buen
recurso para una mala borrachera” pensó. Muchas veces (tal vez demasiadas)
había acabado allí más de una noche de copas, solo, después de haber tratado
inútilmente de ligar con alguna chica, esperando a que el mundo dejara de dar
vueltas, para poder irse a casa a dormir sin que la cama girara 180 grados como
el látigo de la feria. El frío y la fuerza del viento en aquel sitio era capaz
de despejar al más pintado. Además, los días de levante, era el lugar más
solitario que podía desear alguien con las mismas ganas de ver a alguien que
las de que le arrancaran la piel con tenazas candentes.
Pero aquella no era una borrachera normal ni
las circunstancias lo eran. Otras muchas veces había bebido tanto o más que
aquella. Una noche de borrachera da para mucho alcohol y el tenía buen aguante
si, como había aprendido con los años, espaciaba las copas debidamente a lo
largo de las horas, dejando que los hielos se fueran fundiendo y aguando la
bebida y dejando pasar un tiempo prudencial desde que el vaso estaba
completamente vacío hasta que pedía el siguiente. Doce whiskys entre las cuatro
de la tarde y las siete de la mañana del día siguiente era su record. Sin
contar la hamburguesa y la caña de la cena y un helado de vainilla a las cuatro
de la madrugada.
Pero aquella vez todo era distinto. Desde que
sacaron las bandejas con los aperitivos puso todo su empeño en beber más y más
deprisa que nadie, como si a las diez de la noche, como en los pubs de Londres,
fueran a prohibir toda bebida. Quería emborracharse lo más rápido posible y
olvidar que allá delante, en la mesa de honor, la mujer de la que había estado
enamorado desde que tenía once años se casaba con el que había sido antaño su
mejor amigo.
La había amado desde antes incluso de que las
hormonas lo prepararan para sentir el latigazo de la sangre y las mariposas en
el estómago propias de la pubertad. Se enamoró de su rostro angelical desde el
primer día que la vio. Le habían cambiado de colegio y repetía curso, aunque su
corta estatura no le hacía destacar demasiado entre chicos y chicas que eran un
año menores que el. Era el primer día de clase en un lugar extraño y con gente
desconocida que para mayor contrariedad llevaban juntos muchos años y se
saludaban entre ellos con toda confianza. Andaba deambulando por el aula sin
saber que hacer ni donde sentarse cuando ella entró por la puerta. Si le hubieran
dado con un tablón en el pecho, seguramente no se le habría cortado la
respiración de aquella manera. Nunca antes había mirado a una chica como lo
hizo con ella en ese instante. En su antigua escuela, para el y sus amigos, las
chicas eran unos seres incomprensibles que se reunían en grupitos, se decían
cosas al oído y se reían sin venir a cuento. Que se pegaban calcomanías en los
brazos, jugaban a la goma, llevaban las carpetas llenas de pegatinas de flores
y gatitos y algunas se pintaban las uñas de colores imposibles.
Pero aquella chica rompía todos los moldes.
Llevaba un vestido suelto de florecillas diminutas, unas sandalias de tela y en
lugar de mochila, un capazo de palma del que colgaba el peluche de un mono con
unos brazos larguísimos y un letrero que decía “soy mono”. Pero fue su rostro
lo que me impactó. Unos ojos verdes que no le cabían en la cara, una nariz
respingona, una boca carnosa y grande, unos pómulos acribillados de pecas, una
barbilla corta y redondeada y coronando ese rostro, una melena roja como el
fuego llena de rizos indomables que le caían hasta mitad de la espalda.
Doce años y miles de cosas habían pasado desde
aquella lejana mañana hasta esa desapacible tarde en que se encontraba mirando
al horizonte con ganas de morirse o de que el mundo se fuera a la mierda o tal
vez de las dos cosas. Se habían amado, odiado, separado, juntado, salido con
otras personas, se habían ennoviado con el/la ex del/la otro/a solo por
fastidiar, se habían hecho inseparables durante un año y habían estado dos sin
hablarse viéndose todos los días. Hasta tercero de la ESO. El conoció a Julián
en unas jornadas de mountain bike y se hicieron inseparables. Coincidían en
todo. Aficiones, gustos musicales, pasión por el ciclismo… En aquel entonces el
y ella se habían distanciado hasta cierto punto. Ella salía con unas amigas
metaleras y el odiaba ese tipo de
música. Además, se había aficionado a la bicicleta de montaña y salía poco por
las noches, así que durante la semana eran medio novios-medio amigos pero los
fines de semana los pasaba con Julián y la cuadrilla machacándose las piernas
por los montes y rompiéndose algún que otro hueso bajando como locos por alguna
trialera.
Hasta que aproximadamente al año de conocer a
Julián coincidieron los tres en la cola de un cine. Era el día del espectador y
había ido con ella y otra gente de clase a ver la amenaza fantasma. Estaba en
la cola cuando escuchó tras el una voz inconfundible. ¡Eh, cansa piedras, no
sabía que te gustaban las de ciencia ficción! Se volvió y allí estaba Julián
con varios de la cuadrilla. Matías, Preca, El Gamba y Antonio el argentino. Se
saludaron efusivamente e hicieron las presentaciones. Debió de haberse dado
cuenta entonces de cómo la miró cuando se la presentó y de que los dos besos
que le dio fueron más efusivos de lo normal. También debió darse cuenta de que
su empeño por sentarse al otro lado de ella para poder hablar con el, no
resultó tan inocente como parecía.
El caso fue que aquel fin de semana, Julián no
vino con la cuadrilla alegando que tenía una contractura en el muslo. La
siguiente tampoco y tres semanas despues ella le cogió aparte en la cafetería
del instituto y le dijo que lo suyo no iba a ningún lado, que eran más unos
amigos que una pareja y que quería vivir su vida. Cuando le preguntó el por que
de ese cambio le soltó la bomba así sin más, como la cosa más natural del
mundo. Julián y ella se habían enamorado. Que era el hombre de su vida y que
nunca había sentido por nadie lo que sentía por el.
A pesar del impacto, se lo tomó con mucha
filosofía. Casi sentía más miedo de perder a Julián como amigo que a ella como
¿novia? En realidad ella y el se habían convertido en una pareja extraña. Casi
todos en el Insti daban por hecho que salían juntos, pero el último año parecían
más dos follamigos que una pareja formal y sus gustos habían cambiado tanto que
pensándolo fríamente tenía más cosas en común con Julián que con ella. No
obstante le dolió. Le dolió mucho el pensar que aquella niña que le había
dejado sin respiración seis años antes y con quien pensaba que pasaría el resto
de mi vida se había enamorado de la otra persona a la que más quería en este
mundo y su cabeza fue durante varios días una olla a presión a punto de explotar.
Luego empecó la universidad y se marchó a Valencia a
estudiar bellas artes. Ellos se quedaron aquí y la distancia y la vorágine
universitaria de estudios y juergas y el hecho de no querer volver más que en
contadas ocasiones terminaron distanciándolos. La beca “Erasmus” en Berlín y el
año y medio de más que se quedó viviendo la bohemia anterior y posterior a la
caída del muro hicieron que el tiempo pasara tan veloz que cuando me llegó la
invitación de boda le pareció hasta ridícula. Mientras el había andado un camino de okuper sin un duro en el bolsillo
y sin saber bien donde iba a dormir la mayor parte de los días, Julián y ella
se habían aburguesado, conseguido buenos puestos de trabajo e iban a celebrar
una boda “Por la iglesia” por todo lo alto con ágape en el mejor restaurante de
la ciudad.
Tuvo que pedirle a su hermano un traje y una
camisa y comprarse unos zapatos que pareciendo decentes no le costaran un riñón
que no tenía y sacarle al pedazo de pan de su madre los 100 euros que alguien
que sabía del tema, le había dicho que era lo que por general se daba a los
novios en un bodorrio como este.
El había engordado y se le empezaba a ver el “cartón del bingo”
y ella… Bueno, ella, a pesar de las pequeñas rayas que le bordeaban los ojos y la comisura de
los labios seguía tan insultantemente guapa como el día que entro por aquella
puerta tanto tiempo atrás que ya casi parecía un sueño lejano, perdido en la noche
de los tiempos.
Todo en aquel restaurante de lujo le parecía
tan falso, tan de cartón piedra y la gente (incluso aquellos que conocía de los
tiempos del insti) estaba tan lejos de su mundo que decidió escapar por la vía
del alcohol de todo aquel sin sentido.
Hasta los postres estuvo sembrado. La lengua
se le soltó y sus hazañas bohemias fueron el centro de atención de muchos
corrillos de gente que jamás había
pernoctado en hoteles que bajaran de las tres estrellas, pero al quinto whisky
empezó a notar que la lengua se le pegaba al paladar, se repetía como un disco
rayado y la gente empezaba discretamente a huirle cuando se acercaba a ella, de
modo que se calzó dos “Cardhu” gran reserva, más que nada para hacer gasto y
discretamente se dio el piro sin siquiera despedirse de los novios, que andaban
ocupadísimos haciéndose fotos de aquí para allá.
Instintivamente, sus piernas lo llevaron a donde
tantas veces había vivido el tránsito del cebollón a la borrachera común. Solo
que esta vez tuvo que sortear por la escollera, atravesando una verja de púas
la vigilancia de un guarda que no dejaba entonces pasar a nadie más allá de la
zona de paseo. (Que tiempos en que cualquiera podía pasear, pescar o hacer el
amor en la punta del espigón sin que nadie lo molestase). Llegó resollando a
los pies de la estructuras metálica que sustentaba el verde faro que indicaba
el estribor de la bocana y una nausea brutal le subió desde lo más profundo del
estómago.
Fue probablemente una de las tres mejores
potadas de su vida. Aquello era un mar de productos selectos, vinos de marca y whiskys de malta saliendo
sin contención por su boca. 100 euros, tirando por lo bajo, derramándose entre
las rocas. Aquel pensamiento le hizo reír de tal manera que casi se ahoga del
atragantamiento que le dio.
Dos
horas después, el aire frío y los rociones de agua salada empezaron a hacer su
efecto. La tierra había parado de girar y pudo encenderse un cigarrillo que al
principio le supo acre pero despues comenzó a saberle a gloria.
Entonces fue cuando una voz dulce de mujer lo
llamó por su nombre a su espalda. Se giró y la reconoció al instante. Era Tina,
una amiga del grupo del insti, una chica bajita con ojos y labios de muñeca,
cuyos grandes pechos habían provocado más de un sueño húmedo en medio
instituto. Era además una de las más listas de la clase, simpática y dicharachera pero que había tenido (por lo
que había oído en los corrillos del convite) mala suerte a la hora de elegir a
los hombres.
Le preguntó si podía sentarse a su lado y el,
con la mano limpió de suciedad el pedazo de cemento que le quedaba a la
derecha. Empezaron a hablar de cosas banales y recuerdos de juventud, pero poco
a poco, se fueron enfrascando en una
animada conversación sobre sus vidas desde que habían dejado de verse y cuando
quisieron darse cuenta, la noche se les había echado encima. Caminaron, cogidos
de la cintura de regreso a la ciudad y el, en un gesto de galantería que le
sorprendió, decidió acompañarla hasta su casa, donde vivía con un hijo
adolescente, fruto de una relación equivocada según ella, pero que era su mayor
tesoro y, le dijo, el mayor acierto en su caótica vida.
Se despidieron
dándose un tímido beso en los labios y prometiendo verse otro día un poco menos
indecentemente curdas. El se alejó silbando una canción y dando unos tímidos y
deplorables pasos de baile.
Treinta y cinco
años después, sentados en el porche de su casita en el campo, mientras veían a
los nietos y a las gallinas correr libremente por los bancales, ella se acordó
de aquella tarde en la escollera y no pudieron por menos que echarse a reír,
pensando en las sorpresa que te depara la vida y en que a veces el destino traza
caminos extraños e invisibles.
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