lunes, julio 09, 2007


EL ECO
Despues de mucho pensarlo he decidido colgar aquí el que quizá sea mi mejor cuento. Fué premiado con el primer premio en el concurso de cuentos de misterio y terror que convoca el ayuntamiento de mi pueblo, aunque es un poco largo, de modo que lo publicaré en distintos capítulos, no necesariamente seguidos.
Aquí va el primero.
Quito “Cofins” había estado despierto toda la noche dando vueltas en su cabeza a aquel recuerdo que llevaba tanto tiempo atormentándolo. Por fin, cuando las primeras claridades enrojecieron el cielo por detrás de la oscura silueta del “Cabeso” se puso la blusa, tomó su gayato, se ajustó la boina y salió de la casa con paso renqueante pero firme y un destino por cumplir. En la soledad semivacía de las calles pensó que a sus ochenta y cinco años ya era hora de soltar esa carga que lo vencía cada vez mas, como si todos los capazos de cemento que había acarreado en su vida de albañil se le hubieran ido acumulando en los huesos uno a uno hasta aplastarlo y no dejarlo respirar. Al llegar a las afueras se detuvo ante una puerta cerrada, golpeó con decisión tres veces y esperó. La luz de una ventana se encendió iluminando las letras que había sobre el dintel, “TODO POR LA PATRIA”. Se oyó el ruido de los cerrojos al descorrerse y la cara somnolienta del sargento que abrió los ojos con sorpresa. -Quito ¿qué haces aquí a estas horas?-. –Sargento- dijo, -he venido a entregarme, he matado a un hombre-. El guardia, incrédulo, se restregó la cara con las manos. Conocía demasiado bien a aquel anciano como para pensar que se trataba de una broma. Desde que cinco años atrás lo destinaran al cuartelillo de Pinoso, de todas las personas con las que había trabado amistad, aquel viejo alto y encorvado era uno de los hombres más cabales con los que se había topado en su largo peregrinar por media península y aunque el haber enviudado tres años atrás lo volvió más taciturno y maniático, el asesinato era algo que para el sargento no cuadraba con la persona que ahora tenía delante y se dijo para sí -válgame Dios, ha perdido la cabeza-. Lo hizo pasar a la oficina y después de servir dos copas de coñac siguió el interrogatorio. -Bueno, Quito y ¿a quien has matado y cuando ha sido, esta noche, ayer…?- Quito “Cofins” se bebió el coñac de un trago, respiró profundamente y dijo como si soltara el peso de todo un mundo. -He matado a Tonico “Cadires” y fue hace sesenta y cinco años-.

Aterricé en el barrio de las cuevas una mañana de otoño de mil novecientos sesenta y seis. La furgoneta Citroen conducida por mi padre se detuvo ante una blanca fachada que conocía bien. Allí, los días en que íbamos al pueblo, los niños merendábamos los mejores trozos de toña que podíamos recordar, acompañados por una gruesa onza de chocolate “Hijos de Marcos Tonda”, chocolate puro imposible de partir con los dientes y que había que roer lentamente, lo que alargaba horas su duración. La casa de Luís e Isabel era para un niño de ciudad todo un descubrimiento. Una auténtica cueva excavada en la roca, una suerte de pequeño dédalo de estancias de techo curvo, de habitaciones que se abrían en distintas direcciones y a diferentes alturas, llena de rincones oscuros y pasillos angostos que por las noches, al dormir se introducían en los sueños. La tosferina contraída por mi primo con el que estaba a todas horas, el reciente nacimiento de mi hermano pequeño y el miedo a que yo estuviese contagiado, hizo que mis padres tomaran la decisión de mandarme al pueblo un tiempo prudencial que despejara las dudas sobre mi estado de salud. Pinoso era a mediados de los sesenta un lugar en el que las caballerías aun se resistían a ceder su sitio a las maquinas, las calles de muchos barrios aun eran de tierra pisada, las mujeres iban por agua a la fuente llevando los cántaros en unas largas carretillas de madera y el horizonte de las viñas se extendía mas allá de donde muchos pinoseros habían osado ir. Para un niño capitalino aquello era lo mas parecido a una aventura que se podía desear. Mulas enormes como castillos que salían por las puertas de las casas, gallinas y conejos vivos y coleando corriendo en el corral y no colgando en la carnicería como hasta ahora los conocía, gentes que hablaban una lengua que apenas entendía, perros flacos trotando sin rumbo, rebaños de ovejas y cabras que dejaban tras de sí el rumor de las esquilas y un extenso rastro de diminutas bolas negras que las mujeres recogían para las macetas pero sobretodo libertad, libertad para zascandilear por unas calles en las que bullía la vida y donde los coches no eran mas que una anécdota que acontecía como mucho un par de veces al día. Pronto hice unos pocos amigos, vecinos del barrio que al acabar el colegio saltaban de sus casas con la merienda en una mano y las ganas de jugar en la otra. Juguetes había mas bien pocos y se improvisaban con un cordel, una correa, una taba o simplemente con la imaginación desbocada de media docena de chavales, ganas de divertirse y un buen par de piernas. Estaba la “corretgeta amagá”, “el verdugo”, “a pixar mes llarg”, el clásico “escondite”, unos que conocía y otros de los que había oído hablar pero una tarde, Chimo el del “cantó” se me acercó mientras me comía una rebanada de pan con vino y azúcar y me dijo casi al oído, como un secreto, - cuan siga de nit anirem a la torre a jugar al eco, t`en vens-. No conocía el juego ni sabía si me dejarían estar hasta tarde en la calle pero dije –vale- sin vacilar y sin pensar en donde me estaba metiendo.