LA MEJOR LOTERÍA.
“No hay mejor lotería que el trabajo de cada día” decía siempre su padre con aire de autosuficiencia, cuando alguna vecina llamaba a su puerta para ofrecer infructuosamente participaciones de algún sorteo. Él, según la teoría paterna, debería ser el afortunado poseedor del gordo perpetuo porque merced a sus cinco empleos( auxiliar de banca, contable en dos mercerías y una tienda de comestibles y cobrador de una mutua de defunción), trabajaba tantas horas que solo veía su calle con sol los domingos por la mañana cuando, religiosamente y sin faltar ni uno, acudía seguido de toda su familia a misa de doce.
La fe en su dios le ayudaba a sobrellevar una vida de sacrificio y privaciones, motivada por la necesidad de alimentar, vestir y dar estudios a los nueve hijos que “el señor” y “los dictados del Papa” le habían concedido. Su creencia en otra vida en otra vida donde, por sus meritos, le sería dado el descanso eterno al lado del padre, le consolaba en los momentos en los que el inhumano trabajo de ganarse el pan, le agobiaba hasta casi hacerle renegar de aquel dios que le enviaba pruebas que hubieran hecho temblar al mismísimo Job. Sobretodo cuando su mujer le decía – Mariano, hay que comprarle zapatos a los niños y solo nos quedan mil duros para pasar el mes -. Y estaban a día cuatro. Milagrosamente (podía decirse) aquel hombre siguió durante años pagándose una parcelita en el paraíso celestial a base de hacer balances, cuadrar cuentas y andar miles de kilómetros cobrando los recibos de quienes (en cómodos plazos mensuales) adquirían el recuadro con vistas al campo santo donde esperar la resurrección de la carne.
Sus hijos crecieron, se fueron marchando de una casa que cada vez se le hacía más grande y él, que nunca se jubilo del todo (aún cobraba la mutua y llevaba las cuentas del comestibles) se hizo viejo sin darse cuenta, hasta una tarde en que al pasar frente al espejo creyó ver a su padre en la imagen que le devolvía el azogue del cristal.
Un domingo de invierno, seis años después de que el director del banco donde había quemado sus pestañas de ocho a tres, le entregara con un abrazo un falso reloj suizo de cuarzo japonés, no despertó más. De pronto se vio suspendido, flotando entre nubes sobre la ciudad de la que solo había salido una vez en viaje de novios, elevándose mas y más hacia una luz brillante que surgía de un punto lejano que no acertaba a ver. Siguió ascendiendo por un túnel blanco hasta que se detuvo en un lugar donde la nada le rodeaba como una bruma, de ella surgió un hombre de blancas barbas vestido de manera informal. ¿San Pedro? dijo nuestro hombre. Si, contestó, ¿puede decirme su nombre?. ¿Entonces, estoy muerto? preguntó. Así es, ¿su nombre, por favor? volvió a decir. Ma-Mariano Arroniz, acertó a tartamudear. El portero celestial consultó un enorme archivo que surgió a sus espaldas y tras un interminable rato levantó la cabeza y dijo, perfecto aquí esta, puede usted pasar y que disfrute de su estancia.
Lleno de orgullo avanzó con paso decidido y, recordando la frase que siempre repetía su padre exclamó, al final va a resultar que tenía razón. En ese pensamiento estaba cuando una voz a sus espaldas le detuvo. Perdón, le dijo San Pedro inquisitivo, una ultima pregunta para el archivo, aquí en el cielo, ¿a qué trabajo se piensa dedicar?.
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