jueves, julio 26, 2007
viernes, julio 20, 2007
miércoles, julio 18, 2007

El eco no era un juego como los demás. Suponía mas bien una prueba de valor, un rito iniciatico al que era sometido el recién llegado para demostrar que no era un “cagat” y que se podía contar con él. El origen de aquel ritual se perdía en la memoria colectiva pues ya lo habían jugado los padres y los abuelos de quienes ahora lo practicaban e incluso se decía que se remontaba al tiempo en que la torre fue levantada de sus cimientos. La mecánica era tan sencilla como aterradora, al caer la noche y en la penumbra débilmente iluminada por las bombillas que el farolero, armado con una larga caña había encendido poco antes, el grupo se dirigía al pie de “les escaletes de la torre” y subía hasta el primer rellano. A partir de ahí el novato debía de ir solo, subir el resto de los escalones y llegar hasta la pequeña pero recia puerta de madera que daba acceso a la torre del reloj. Una vez allí decía la frase recibida poco antes de boca del “jefe” de la cuadrilla. -Kikiriki, kikiriki, que vinga la mort i vinga per mí-. Golpeaba con fuerza la puerta tres veces y esperaba. Entonces sucedía. Cuando apenas había pasado un segundo, desde el interior claros y diáfanos pero lejanos como si surgieran desde las mismas entrañas del infierno, sonaban otros tres golpes en respuesta. Muchos eran los que se habían rajado antes de llegar al final y de aquellos que lo consiguieron, la gran mayoría lo había tenido que intentar por lo menos media docena de veces para llegar al final y oír a pie firme aquel eco aterrador que helaba la sangre, pero absolutamente todos al escuchar aquel sonido espeluznante surgido del centro mismo de todos los espantos habían emprendido una enloquecida carrera escaleras abajo con las piernas batiéndoles el culo y el frío aliento de la muerte soplándoles en la nuca.
martes, julio 17, 2007
domingo, julio 15, 2007
Hacía tiempo que tenía la intención de fotografiarlos y conservar en imagen este trozo de nuestra historia que se va deteriorando sin que parezca que nádie hace nada para conservarlo y que algún dia puede desaparecer del espacio y la memoria.
Mometos grabados en piedra que nos hablan de como fuimos, de lo que hicimos, de que nos asustaba o que nos hacía feliz. de como pasaba el tiempo, cuando el tiempo, como dijo Jose Hierro, aquí no tenia sentido.
Otros grafitos nos muestran pequeños tableros de juego, un juego que no he sabido descubrir y que nos muestra el ingenio humano para tratar de matar el rato y solo se tiene un clavo viejo y un puñado de guijarros.
En este mundo olvidadizo y con prisas en el que todos parecen querer pasar página, está de moda el hacer borrón y cuenta nueva, olvidar que hace bién poco eramos un pueblo atrasado, miedoso, oprimido, con caminos de tierra, mas carros que coches, hombres con boina y mujeres de negro, cines con escupideras, recojedores de colillas, cocinas económicas, boñigueros, niños con frio y sabañones en las orejas y mujeres que cojían los puntos a las medias. Pero la piedra es persistente y se empeña en recordarnos lo que fuimos y lo que para nuestro pasado más inmediato significó el que unos pocos privilegiados decidieran por las armas seguir manteniendo esos privilegios y provocaran uno de los más terribles episodios de nuestra historia. Unos hechos que ahora, los descendientes de aquellos privilegiados se empeñan en minimizar, equiparar y borrar de la memória colectiva.
Aparte de eso, son toda una joya de la arqueología contemporanea que merecería ser restaurada y conservada para la posteridad.
lunes, julio 09, 2007

Aterricé en el barrio de las cuevas una mañana de otoño de mil novecientos sesenta y seis. La furgoneta Citroen conducida por mi padre se detuvo ante una blanca fachada que conocía bien. Allí, los días en que íbamos al pueblo, los niños merendábamos los mejores trozos de toña que podíamos recordar, acompañados por una gruesa onza de chocolate “Hijos de Marcos Tonda”, chocolate puro imposible de partir con los dientes y que había que roer lentamente, lo que alargaba horas su duración. La casa de Luís e Isabel era para un niño de ciudad todo un descubrimiento. Una auténtica cueva excavada en la roca, una suerte de pequeño dédalo de estancias de techo curvo, de habitaciones que se abrían en distintas direcciones y a diferentes alturas, llena de rincones oscuros y pasillos angostos que por las noches, al dormir se introducían en los sueños. La tosferina contraída por mi primo con el que estaba a todas horas, el reciente nacimiento de mi hermano pequeño y el miedo a que yo estuviese contagiado, hizo que mis padres tomaran la decisión de mandarme al pueblo un tiempo prudencial que despejara las dudas sobre mi estado de salud. Pinoso era a mediados de los sesenta un lugar en el que las caballerías aun se resistían a ceder su sitio a las maquinas, las calles de muchos barrios aun eran de tierra pisada, las mujeres iban por agua a la fuente llevando los cántaros en unas largas carretillas de madera y el horizonte de las viñas se extendía mas allá de donde muchos pinoseros habían osado ir. Para un niño capitalino aquello era lo mas parecido a una aventura que se podía desear. Mulas enormes como castillos que salían por las puertas de las casas, gallinas y conejos vivos y coleando corriendo en el corral y no colgando en la carnicería como hasta ahora los conocía, gentes que hablaban una lengua que apenas entendía, perros flacos trotando sin rumbo, rebaños de ovejas y cabras que dejaban tras de sí el rumor de las esquilas y un extenso rastro de diminutas bolas negras que las mujeres recogían para las macetas pero sobretodo libertad, libertad para zascandilear por unas calles en las que bullía la vida y donde los coches no eran mas que una anécdota que acontecía como mucho un par de veces al día. Pronto hice unos pocos amigos, vecinos del barrio que al acabar el colegio saltaban de sus casas con la merienda en una mano y las ganas de jugar en la otra. Juguetes había mas bien pocos y se improvisaban con un cordel, una correa, una taba o simplemente con la imaginación desbocada de media docena de chavales, ganas de divertirse y un buen par de piernas. Estaba la “corretgeta amagá”, “el verdugo”, “a pixar mes llarg”, el clásico “escondite”, unos que conocía y otros de los que había oído hablar pero una tarde, Chimo el del “cantó” se me acercó mientras me comía una rebanada de pan con vino y azúcar y me dijo casi al oído, como un secreto, - cuan siga de nit anirem a la torre a jugar al eco, t`en vens-. No conocía el juego ni sabía si me dejarían estar hasta tarde en la calle pero dije –vale- sin vacilar y sin pensar en donde me estaba metiendo.
miércoles, julio 04, 2007

EL TRAGÓN VOLADOR
martes, julio 03, 2007
